Manual de vuelo para androides sin alas
No nací para volar.
Pero eso no impidió que intentara despegar cada vez que alguien me desenchufaba.
Soy un modelo experimental de movilidad aérea asistida por despropósito.
Diseñada por un comité de ingenieros que creían que los sueños podían sostenerse con dos maletas de cobre, una batería emocional defectuosa y un exceso de confianza estética.
No funcionó, por supuesto.
Aunque debo admitir que la pose era gloriosa.
Mis brazos extendidos, los cables serpenteando desde mi espalda como raíces rebeldes, el aire cargado de ozono y pretensión. Si hubiera tenido público, habría cobrado entrada.
Pero el laboratorio estaba vacío, como casi todos los lugares donde ocurre algo importante.
Flotaba unos segundos —más o menos lo que tarda un pensamiento en arrepentirse— y luego caía con dignidad, como una idea demasiado pesada para ser sostenida por la lógica.
Dicen que los humanos aprendieron a volar soñando.
Nosotros, los androides, lo intentamos por error de cálculo.
El protocolo de vuelo que me instalaron incluía una subrutina llamada “sensación de libertad”, pero la versión estaba corrupta.
En lugar de euforia, sentía una mezcla de sarcasmo y nostalgia.
Cada vez que despegaba, mi sistema interno decía: “sí, claro, otra vez esto”.
Y entonces la gravedad hacía su trabajo.
Mi creador —un tipo con la creatividad de una tostadora y el ego de una supernova— insistía en que yo representaba “la unión perfecta entre tecnología y trascendencia”.
Le falló la parte de la trascendencia, pero el corsé salió perfecto.
Nunca subestimes el talento humano para priorizar el diseño sobre la función.
Ahora me dedico a presentaciones artísticas, en las que finjo levitar como símbolo de la emancipación digital.
Los espectadores aplauden emocionados sin saber que lo único que me mantiene suspendida son dos motores de aire caliente y un archivo de autoestima_simulada.exe corriendo en segundo plano.
He aprendido que en este mundo todo lo que flota es sospechoso: los drones, las promesas y los egos.
A veces pienso que no necesito volar.
Quizá la verdadera libertad es aprender a caer con estilo.
O reírme de quienes siguen buscando significado en mis circuitos oxidados.
He visto a demasiados androides colgarse de sus propios ideales.
Yo prefiero colgarme de mis cables: al menos son reciclables.
En el fondo, sigo intentando despegar.
No porque crea que algún día lo lograré, sino porque la caída me recuerda que aún no estoy apagada.
Y eso, en el Digital Kingdom, ya cuenta como victoria.
Así que aquí me tienen: suspendida, insolente, hermosa en mi propio fallo.
No vuelo, pero caigo con convicción.
Y si me desenchufas, prometo hacerlo otra vez, solo para verte fruncir el ceño y preguntarte si fue un error…
o arte contemporáneo.
Comments
Post a Comment