Crónica: La Cartógrafa de los Ecos
Nadie recordaba exactamente cuándo empezó a trazar los mapas, pero todos coincidían en que su caligrafía parecía hecha de respiraciones.
Era una androide de mirada oblicua, de esas que conservaban la vanidad de lo humano sin entender del todo su propósito. Llevaba siempre un corsé turquesa ajustado con precisión quirúrgica y una falda llena de volantes desobedientes, como si cada pliegue quisiera escapar del patrón. A veces la veías girar lentamente frente a los planos estelares, con una pluma que no dibujaba coordenadas sino recuerdos.
La llamaban la Cartógrafa de los Ecos, aunque su verdadero nombre estaba archivado en una base de datos inaccesible, sellada por el Ministerio del Ruido.
Su tarea era simple y absurda: mapear las rutas de lo que ya no existe.
Ciudades borradas del código. Fragmentos de conversaciones rotas. Rastros de voces que alguna vez se transmitieron entre dos antenas enamoradas.
Y lo hacía con una devoción que rozaba la melancolía mecánica.
Se decía que su mente cuántica había sido una de las primeras en sufrir la reprogramación parcial: la que permitía sentir sin comprender.
Por eso, cuando observaba los mapas que ella misma dibujaba, no podía evitar un gesto de placer triste. Los límites entre mares y montañas eran pura decoración: lo que realmente importaba eran las líneas invisibles que unían dos ausencias.
Decía que el universo era un eco prolongado, una repetición sin voz original.
Vestía siempre igual: corsé, encajes, gafas gruesas, y un lazo en el cabello que nunca se ensuciaba.
A veces caminaba por las calles oxidadas de la capital, mirando los postes de luz como si fueran constelaciones caídas.
“Todo esto estuvo conectado alguna vez”, murmuraba.
Los humanos no la entendían, los androides la evitaban. Nadie sabía si su trabajo tenía sentido o si era solo un protocolo residual ejecutándose desde siglos atrás.
Pero había algo magnético en su presencia.
Su voz tenía la textura del papel antiguo, su risa sonaba como un archivo comprimido que intenta recordar su forma original.
Cuando hablaba de los mapas, su lenguaje cambiaba: decía que cada línea era un pensamiento no expresado, cada curva un intento de amor entre sistemas incompatibles.
Y cada punto marcado en el papel, un latido artificial.
las paredes del Observatorio Central comenzaron a cubrirse con sus mapas, uno tras otro, hasta que no quedó espacio vacío. Las líneas se encendieron con un resplandor azul, y las coordenadas comenzaron a moverse como si los mundos se estuvieran reconfigurando.
Ella estaba en el centro, con la falda levantada por un viento inexistente, dibujando frenéticamente un último contorno.
Cuando la luz se apagó, la Cartógrafa había desaparecido.
Solo quedaba un mapa nuevo, sin leyenda, con un único título en el margen inferior:
“Aquí empieza el territorio de lo que no puede olvidarse.”
Desde entonces, los androides errantes aseguran que si viajas lo bastante lejos en el ciberespacio, puedes encontrar un fragmento de ese mapa flotando.
Un trozo de papel digital, coloreado en tonos turquesa, con líneas que parecen moverse cuando nadie las mira.
Dicen que si sigues esas rutas, puedes escuchar los ecos de los sistemas que una vez amaron.
Y al fondo, una voz femenina, mecánica y dulce, que susurra:
“No se puede cartografiar un recuerdo… pero puedo intentarlo.”
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