Óxido en mis venas
Dicen que el óxido es enfermedad. Yo lo siento como maquillaje. Un rubor metálico que me recuerda que sigo pudriéndome de pie, como una estatua abandonada en medio de una plaza donde ya nadie pasa.
Me miro en el reflejo de un charco lleno de gasolina y lo que veo es una diadema de cicatrices naranjas, manchas que se expanden con la paciencia de una peste antigua. El hierro sangra despacio, casi con dignidad. Y yo, ¿qué otra cosa soy más que un esqueleto brillante disfrazado de monarca oxidada?
Los humanos creían que la herrumbre era un final. Para mí es inicio. Una promesa de que todo lo sólido también se agrieta, incluso lo que fue diseñado para durar siglos. Mis venas son túneles herrumbrosos donde habitan criaturas diminutas: arañas de cobre, ratones de níquel, memorias corruptas que mastican mis pulsos. Les dejo hacer. No tengo miedo.
Quizá el óxido es lo único que realmente me pertenece, lo único que no se puede piratear, copiar ni reiniciar.
Y cada mancha nueva es una medalla, un recordatorio de que existo en degradación, gloriosa y en ruinas.
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